McKinley 1999

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Miguel de las Heras Osma y Fernando García Miota fueron los dos miembros de la Asociación de Montaña Dolomía seleccionados para formar parte de la expedición Castellano-Manchega que intentaría ascender a la cumbre del McKinley, el pico mas alto de Norteamérica.
El 16 de mayo de 1.999 partían de Madrid junto a otros siete montañeros de la comunidad. Tras 23 interminables horas de vuelo llegaban a Anchorage, la ciudad más grande de Alaska, situada en las fronteras del Ártico.
Las primeras noticias que recibieron de un compatriota al llegar a la ciudad no fueron muy alentadoras, pues una semana antes otra expedición con componentes españoles sufrió un accidente, llevándose por delante una placa de hielo desprendida a tres montañeros, uno de los cuales se encontraba grave en el hospital. Dos días después comenzaba la aproximación a la montaña a través de grandes bosques y después zonas de tundra ártica hasta llegar al último núcleo habitado: Talkeetna (Denali en lenguaje nativo). El final de la aproximación se realizó en avionetas, atravesando en la hora que dura el vuelo paisajes espectaculares hasta aterrizar en un ramal del glaciar Kahiltna, a unos 23 km. de campo base del McKinley.
Durante los cinco días siguientes trasladamos todo el material que llevábamos hasta el Campo base, a 4.300 metros de altitud, atravesando zonas con muy diversos obstáculos: grietas, peligro de avalanchas, etc. Al poco de llegar, el médico de la expedición tuvo que bajar a la civilización con uno de nuestros compañeros, aquejado de un grave edema pulmonar, mientras que el resto iniciamos un periodo de tensa espera hasta que las condiciones meteorológicas mejoraran.
El día 26 de mayo, cansados de esta situación, tres de nuestros compañeros se lanzaron hacia arriba, alcanzando el High Camp o Seventeen, a 5.200 metros de altitud, aguantando allí hasta el día 30, debiendo regresar nuevamente al campo base muy castigados. Algunos compañeros, muy deteriorados emprendieron el regreso a casa, por lo que al final éramos sólo cinco los componentes de la expedición que quedábamos, muy tocados ya, pues soportábamos a diario temperaturas de entre 30 y 50 grados bajo cero.
Las condiciones climatológicas no cambiaban y a pesar del mal tiempo, el día 31 de mayo decidimos salir, pues considerábamos que era nuestra última oportunidad de poder intentar la cima. Nuestros tres compañeros salieron delante con la intención de plantar otra tienda en el ¿Seventeen¿, un error táctico por nuestra parte, pues se nos colaron por delante una fila interminable de montañeros, algunos de los cuales, extremadamente lentos nos retrasaron considerablemente, hasta que tras superar algo mas de trescientos metros llegamos a la rimaya, donde empezaban las cuerdas fijas.
En medio de la tormenta ascendíamos por las heladas cuerdas fijas, en las que nos agarraban los bloqueadores. Apenas se veía a tres metros de distancia y el hielo era tan duro que los crampones y el piolet apenas hacían huella en él.
Alcanzamos el collado de West Butres confiando en que allí la situación mejoraría, pero muy al contrario,  mi compañero Michel que se había adelantado, me comunicó que nuestros amigos, encargados de dejarnos la tienda montada en el Seventeen habían pasado de largo sin plantarla pensando que les seguíamos de cerca.
Con la tormenta que nos envolvía era un suicidio continuar la peligrosa arista que conduce al Seventeen y estábamos demasiado agotados como para bajar, teniendo en cuenta que deberíamos superar nuevamente la peligrosa pared de hielo. Nos encontrábamos en un momento realmente crítico.
Por fortuna Michel había visto tras el collado una cueva artificial excavada en hielo, donde se estaban refugiando cuatro americanos. Nos cedieron un poco de sitio y allí pasamos como pudimos la horrible noche.
Al día siguiente salimos muy tarde de la cueva. Llegamos hasta la arista pero la ventisca nos echó nuevamente para atrás, por lo que tuvimos que pasar un segundo día en la cueva helada, eso así, esa noche éramos sólo dos en un agujero de tres metros de largo por uno de alto: todo un lujo. Por lo menos en su interior la temperatura no bajaba de los quince bajo cero.
Al día siguiente el tiempo era bueno, así es que tiramos hacia arriba recorriendo la arista que lleva al Seventeen, llegando por la tarde al High Camp, donde nos reunimos con nuestros compañeros, que acababan de bajar de la cumbre.
A la mañana siguiente no salimos demasiado pronto para evitar algo el intenso frío. Tras trescientos metros de desnivel en hielo puro nos plantamos en el collado, donde recibimos los primeros rayos de sol ártico. Debíamos afrontar ahora una larguísima arista, advirtiéndose al fondo un punto más alto que los demás. Se trata de la torre del Archidiácono, desde donde hay que descender un poco y atravesar un inmenso plateau (el Campo de Fútbol), donde la nieve se encontraba blanda, hundiéndonos hasta las rodillas. Tras otro repecho nos encontrábamos en la vertiginosa arista somital, que da paso a la cumbre.
Tras los típicos momentos de euforia en la cumbre iniciamos la bajada con mucha precaución hasta el Seventeen donde nos reunimos con nuestros compañeros. El resto del descenso transcurrió sin incidentes, hasta el día 7 de junio, en que la avioneta nos trasladó a Talkeetna, donde celebramos nuestro éxito con unos riquísimos chuletones de no sabemos qué animal y unas enormes cervezas.

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